LOS PASTELES Y LA MUELA
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-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.
En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca. Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.
-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que correr para salvar la vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta. Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada. Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedras en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra milagrosa y legendaria.


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